1) El conocido como Reloj del Apocalipsis es en realidad una metáfora sobre la torpeza del ser humano. Lo creó un grupo de científicos después de la II Guerra Mundial, en 1947, horrorizados por el nacimiento del peligro atómico, y apareció publicado por primera vez hace 60 años en la revista
Bulletin of the Atomic Scientists. El reloj nació a siete minutos del fin del mundo, y desde entonces ha ido fluctuando. En 1949 Rusia hizo estallar su primera bomba atómica, dejándonos a tres minutos del apocalipsis. Cuatro años después, las pruebas nucleares de las dos superpotencias adelantaban un minuto la cuenta atrás. Fue su peor momento. Luego la cosa se fue relajando hasta que en 1963, tras firmarse un acuerdo para limitar las pruebas nucleares, se situó a 12 minutos. Tras varias fluctuaciones, en 1984 volvió a estar a tan solo tres: las conversaciones para el desarme nuclear se habían estancado. Siete años después se alcanzó por el contrario el mejor momento: 17 minutos, merced a la firma de un nuevo tratado de desnuclearización. Los expertos a cargo del reloj han decidido abrir el abanico de riesgos a los que se enfrenta la humanidad, y el primero en incorporarse ha sido el cambio climático. Dos minutos nos ha costado a todos. Estamos a 5 minutos ahora. A c... que se viene!!!
2)
La transitoriedad - Sigmund Freud (fragmento - si vó lo querí terminao mandá mail)Hace algún tiempo, en compañía de un amigo taciturno y de un poeta joven, pero ya famoso, salí de paseo en verano, por una riente campiña. El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Le preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer (...) Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado.
Sabemos que de esa caducidad de lo bello y perfecto pueden derivarse dos diversas mociones del alma. Una lleva al dolorido hastío del mundo, como en el caso de nuestro joven poeta, y la otra, a la revuelta contra esa facticidad aseverada. ¡No, es imposible que todas esas excelencias de la naturaleza y del arte, el mundo de nuestras sensaciones y el mundo exterior, estén destinados a perderse realmente en la nada! Sería demasiado disparatado e
impío creerlo. Tienen que poder perdurar de alguna manera, sustraerse de todas las influencias destructoras.
(...) No me decidí a poner en duda la universal transitoriedad ni a exigir una excepción a favor de lo hermoso y lo perfecto. Pero le discutí al poeta pesimista que la transitoriedad de lo bello conllevara su desvalorización.
¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo. (...) Si hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos esplendente. Y en cuanto a que la belleza y la perfección de la obra de arte y del logro intelectual hubieran de desvalorizarse por su limitación temporal, tampoco podía yo comprenderlo. Si acaso llegara un tiempo en que las imágenes y las estatuas que hoy aspiramos se destruyeran, o en que nos sucediera un género humano que ya no comprendiese más las obras de nuestros artistas y pensadores, o aun una época geológica en que todo lo vivo cesase sobre la Tierra, el valor de todo eso bello y perfecto estaría determinado únicamente por su significación para nuestra vida sensitiva, no hace falta que la sobreviva y es, por tanto, independiente de la duración absoluta.
Yo juzgaba incontrastables estas reflexiones, pero observé que no habían hecho impresión ninguna al poeta ni a mi amigo. De este fracaso inferí la injerencia de un fuerte factor afectivo que les enturbiaba el juicio, y más tarde hasta creí haberlo descubierto. Tiene que haber sido la revuelta anímica contra el duelo la que les desvalorizó el goce de lo bello.
(...) El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece al lego tan natural que lo considera obvio. (...) Nos representamos así la situación, poseemos un cierto grado de capacidad de amor, llamada libido, que en los comienzos del desarrollo se había dirigido sobre el yo propio. Más tarde, pero en verdad desde muy temprano, se extraña del yo y se vuelve a los objetos, que de tal suerte incorporamos, por así decir, a nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad de amor (libido), queda de nuevo libre.
La conversación con el poeta tuvo lugar en el verano anterior a la guerra. Un año después estalló esta y robó al mundo sus bellezas. (...) Nos arrebató harto de lo que habíamos amado y nos mostró la caducidad de muchas cosas que habíamos juzgado permanentes.
No es maravilla que nuestra libido, así empobrecida de objetos, haya investido con intensidad tanto mayor lo que nos ha quedado, ni que hayan crecido de súbito el amor a la patria, la ternura
hacia nuestros allegados y el orgullo por lo que tenemos en común. (...) Quienes (...) piensan y se muestran dispuestos a una renuncia perenne porque lo apreciado no acreditó su perdurabilidad se encuentran simplemente en estado de duelo por la pérdida. Sabemos que el duelo, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables. (...) Lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes.
3) Fotos: cipriano, pedro y tomás de vacaciones (fotos de fotos, ya voy a escanear)