Creía profundamente en Dios. También sabía que Dios le había concedido dos grandes diferencias para que su gran obra no fuera idéntica, sino sólo semejante. Desde el primer día, tendría que enfrentar a dos enemigos: la muerte y la memoria. Nada similar formaba parte de la naturaleza del resto de las cosas. Sólo la conciencia del paso del tiempo y la presencia de un inminente final, perpetuarían la grandeza de cualquier dios. Era sencillamente perfecto. Para colmo de males, decía, el concepto que tenemos acerca de la muerte va cambiando en la medida que van sucediendo determinadas situaciones, en la medida en que se modifica lo que somos capaces de recordar y en cómo lo recordamos. Esa mutación, esa poderosa lucha que hora tras horas tenemos que librar entre la muerte y la memoria, allana el camino para que transite el tiempo, el inexorable tiempo que, poniendo las cosas en cada lugar, devuelve a Dios su grandeza y nos entrega una muerte real, una fracción de glaciar transformándonos sólo en memoria de otros, y sin dudas, modificando en los otros la concepción de muerte. Para reforzar la hipótesis, asentaba prolijamente los momentos de su vida que creía trascendentes en un diario desde los 17 años, respetando dos imposiciones. La primera consistía en escribir sólo aquellos días que sentía eran determinantes para su futuro. La segunda exigencia la llevaba esporádicamente a leer lo escrito, apuntando al pie de cada página los detalles diferentes que podía recordar de aquellas vivencias y que no habían quedado registrados inmediatamente después de vivirlas. Con el paso del tiempo, fue confirmando su presunción. Las anotaciones y reflexiones que iba anexando respondían a las diferentes concepciones que iba formando acerca de la muerte. Los castigos se transformaban en enseñanzas, los grandes éxitos en insoportables vergüenzas, las crisis en cambios estructurales y sus dolores más traumáticos en grotescos relatos humorísticos. Su nueva forma de ver y entender la vida mudaba su percepción de la muerte, era un permanente reacomodamiento. Un interminable juego que la acercaba, sin titubeos, a un cuestionamiento más profundo e inevitable: la proximidad de su última hora. Así, distinguió por lo menos cuatro distintas categorías para definir a la muerte. La muerte como artífice de la impotencia, como un hombre al que podía invitar a bailar y hasta llevar a la cama, como un rincón oscuro donde sólo habitan las mentiras y los fantasmas, y por último, como la precursora de sinfonías inconclusas. Sabía que mientras viviera sumaría otras apariencias del aniquilamiento definitivo de su existencia. Cada tanto, dirigía los ojos hacia el cielo como buscando una respuesta definitiva. Pero el cielo no respondía, Dios continuaba manteniendo un inmutable silencio desde hacía milenios y al parecer, no estaba aún dispuesto a quebrantar sus propias lealtades. Dios estaba a salvo. En ella se reiniciaba el círculo infinito que no había sido detenido por ninguna maquinaria. El debate sobre la vida, el amor y la muerte seguía sumando devotos; y la vida, el amor y la muerte apenas podían identificarse por su presencia, como la libertad.
Fijé una vez más mis ojos sobre los párpados cerrados. Todo estaba tan quieto. Sobre los hilos invisibles trazados por los ojos, lentamente, comenzaron a circular sus manos y las sombras de sus manos, trenes repletos de contrabandistas y usureros, animales y niños enfermos, sacerdotes y payasos, noches de insomnio y cuerpos mutilados, ecos de guerras y espejos de hoteles, amenazas y cuadernos de escuela, alimentos y fotos perdidas. Iban y venían dilatando paulatinamente las pupilas del desconcierto. Me gustaría que mi funeral se realice sobre un tren en marcha supo decirme; quizá todos los que estén allí puedan sentir que estamos viajando con el mismo destino, quizá puedan comprender que sólo yo no puedo ver de ese momento la vida floreciendo a través de las ventanillas.