13.10.19

CASO AMÍLCAR / ISOLDA

 Cuento publicado en Diario Hoy Día Córdoba (2019)




CASO AMÍLCAR / ISOLDA I

El caso de Isolda y Amílcar tomó tanta relevancia en nuestra comunidad, que hemos decidido mantenerlos informados. Seremos nosotros, los investigadores Zabiola y Manrique, los responsables de este espacio gentilmente cedido por el Director del Periódico, quien decidió, además, crear a partir de ahora una nueva sección que se llamará HISTORIAS SIN GUASAP para que podamos compartir sucesos o hechos que necesiten, como éste, de ciertas precisiones. 
Queremos aclarar algunas cosas porque nos sentimos, en cierto modo, responsables de que se hayan filtrado informaciones o detalles de lo encontrado durante los allanamientos en la casa de Amílcar, y no queremos que se sigan generando rumores falsos que pueden alimentar prejuicios o generar actos de violencia en contra de nuestros históricos vecinos, los adoradores del Maestro de la montaña. Deseamos entonces, despejar dudas o manifestar que nosotros también aún tenemos algunas dudas, si hubo o no asesinato por ejemplo. Para que todos nos quedemos tranquilos, estas páginas siempre van a tener la aprobación de la Policía y del Juez de Paz. 
Hagamos un poco de historia en esta primera entrega. Amílcar subió a la montaña tres veces en su vida para encontrarse con su Maestro. Permaneció casi 12 años en la montaña o en las inmediaciones de la montaña (también Isolda, según pudimos reconstruir por comentarios de otros fieles o seguidores). Todo este revuelo, queridos vecinos, nos tiene que hacer reflexionar sobre lo poco que sabemos de los que nos rodean, en este momento nos referimos a los que habitan la montaña.
Las consultas que hizo Amílcar a su Maestro, las respuestas y enseñanzas recibidas junto a reflexiones posteriores, quedaron selladas en un profuso libro escrito por el mismo Amílcar, titulado: Que la sangre siga su camino. 
El libro tiene también pequeños relatos o apuntes, como el procedimiento para construir un molino de agua por ejemplo, sin conexión directa, para nosotros, con una etapa que podríamos definir de acercamiento a la verdad suprema o de elevación espiritual o de conjuros como el resto del libro. Quizá el procedimiento de construcción del molino tenga encriptada la rutina de una ceremonia o elementos clave para descifrar algo macabro que no sabemos todavía, eso queremos decir. En un libro enigmático de punta a punta como éste, cada línea puede tener un gran mensaje dicho en forma directa o dicho de manera encubierta, o ambas cosas a la vez. Muy muy complicada la tarea que nos toca, aclaramos. Horas y horas de trabajo antes de dar vuelta una página. Es una pena que no podamos contar con los testimonios del autor y único sospechoso en este momento.
Casi todo está narrado en tercera persona, refiriendo a Amílcar como alguien distante, ajeno. Cada relato habla de un Amílcar que estaba allí en la montaña, o en otro lado, pero a su vez Amílcar se veía a sí mismo fuera de él haciendo las cosas que él hacía. Sabemos bien que narrar así tiene relación con una técnica literaria muy usada por los autores de libros, pero lo que no sabemos si aplica 100 % acá, si aplica sobre un hombre, quizá, afectado o enfermo. 
Otra particularidad del manuscrito es que cada nuevo texto, en general muy breve con no más de un párrafo, además de estar fechado, está encabezado por una definición del rol que juega Amílcar en ese pasaje; por ejemplo: Amílcar, el Observador; Amílcar, el Mensajero; entre otros. Otra vez se pone de manifiesto un desdoblamiento pernicioso de la personalidad. 
Seguimos pronto.

HISTORIAS SIN GUASAP: CASO AMÍLCAR / ISOLDA IV

Cuando en medio de la investigación por la desaparición de Isolda dimos con el manuscrito, por su contenido, por algunas manchas de sangre en algunas páginas y por la forma en que había sido celosamente escondido, mejor digamos guardado, por ahora al menos, rápidamente pensamos que Amílcar tuvo que ver con el hecho. 
Lo primero que se nos vino a la cabeza en esa primera lectura que le dimos al libro, el día posterior al allanamiento, fue que una persona normal, o lo que entendemos como más o menos normal en un pueblo como el nuestro, no podía escribir las cosas que escribía Amílcar; intuimos que allí había un alma perturbada y proclive a las oscuridades y a probables excesos.
Compartimos un ejemplo contundente para que nos entiendan, transcribiendo textualmente el pensamiento de Amílcar: 12 de octubre de 2013. Amílcar, el Inhóspito, coleccionaba farmacopeas. Quería ser un gran boticario. Desde el Recetario Florentino de 1498 hasta la fecha, tenía todas. Perdón, desde antes aún. Tenía la obra "De re medica" de Dioscórides, donde se exponen una serie de productos vegetales con propiedades medicinales y las patologías sobre las que actúan; también los Akrabaddin de médicos árabes como Mesué y Rasís que incluían técnicas para detección de adulteraciones y sinonimias de las drogas vegetales. Soy un perfecto imbécil, supo reprocharse Amílcar una tarde. Me pasé la vida pensando en cuáles son los mejores antídotos, cuando en realidad sólo tengo que saber cuál es el mejor veneno.
Cuando leímos este texto del 12 de octubre de 2013 rápidamente concluimos que, si a Isolda la encontrábamos muerta por envenenamiento con algún tipo de veneno muy sofisticado, que no dejara huellas por ejemplo, el profundo conocimiento de Amílcar lo volvía a poner en la escena del crimen. Era indudable, aunque en ese momento, en el día posterior al allanamiento, sólo sabíamos que Isolda y Amílcar habían desaparecido y que una vecina, cuya identidad vamos a preservar, escuchó en la verdulería decir a Isolda: Amílcar, tengo un poco de miedo. La vecina dijo además que Amílcar, sonriendo, miró a Isolda y le respondió: no tengas miedo, te vas a sentir como en las propias entrañas de Dios. 
A continuación, compartimos el texto del 25 de mayo de 2004, como un ejemplo irrefutable del odio que sentía Amílcar por los vínculos duraderos con una mujer: 
25 de mayo de 2004. Amílcar, el Tremebundo, soñó una tarde que era posible alejar a sus amantes untándose con restos de tortas de casamientos. 108 días 22 horas 11 minutos se pasó el hirsuto administrando un servicio de limpieza para salones de fiestas. Se cansó de frotar mansamente postres diversos sobre su cuerpo mientras sus empleados hacían la tarea. Odiaba las milhojas: parece que te arañan la piel. Se cansó a los 108 días 22 horas 12 minutos e inmediatamente se tatuó en la frente unas palabritas de Burroughs: Un paranoide es alguien que sabe lo que está ocurriendo.
Si bien la mayoría de las anotaciones, como la anterior, revelan a un Amílcar muy raro (no queremos decir que Amílcar es peligroso), también hay en el libro algunos pocos pasajes, muy pocos, que nos confundieron, pasajes con cierta sensibilidad y con cierto apego a cosas simples que no parecen emanar de una psiquis inestable como la de Amílcar. Para ser leales a nosotros y a ustedes y no esconder la existencia de razonamientos más o menos normales, compartimos la siguiente reflexión textual de este espíritu complejo:
26 de enero de 2007. Amílcar, el Tecnólogo Exponencial, recordaba así algunos viejos asuntos: antes pasábamos todo el día con un disco de pasta, uno solo, dale que te dale; la púa se levantaba en el último surco, hacía unos movimientos mecánicos simulando que iba a detenerse en la posición de apagado y retornaba a la primera pista; mirábamos las pistas con una lupa y no podíamos entender cómo podía salir música de allí; era un problema de familia eso de mirar sin comprender el funcionamiento de las cosas porque mi papá miraba la radio, mi abuela los aviones, mi hermana la máquina de escribir, mi tío la chipeadora, mi mamá la máquina de coser, la Pochita una Polaroid. (Entretanto toda la familia miraba artefactos diversos, Amílcar aprendió, guiado por un primo, a mirar a las mujeres del barrio que usaban polleras en el momento exacto en que cruzaban las piernas). Así concluyó Amílcar el recuerdo de viejos asuntos: hoy hay muchas máquinas de aullar a la nada, que no se apagan ni siquiera por las noches.

HISTORIAS SIN GUASAP: CASO AMÍLCAR / ISOLDA VII

Fiel a un estilo, el libro está firmado por: Amílcar, el Aprendiz. Amílcar+rol, como explicamos antes. En realidad, no se trata de un libro para ser precisos: son 27 cuadernos Rivadavia encolados uno a continuación del otro, la contratapa del primero pegada a la tapa del segundo y así. Tapas blandas, no duras, 48 páginas cada uno.
Vamos a fondo señores. No vamos a emitir opiniones ni juicios en esta entrega, ni vamos a apurar la verdad. Queremos solamente compartir varios textos irrefutables sobre el perfil criminal o inmoral o perverso de Amílcar. Las conclusiones las realizarán ustedes porque todos podemos ser un poco investigadores si estamos dispuestos a intentarlo. Habla Amílcar ahora.
8 de julio de 2010. Amílcar, el Gran Tristeador, refirió así (usando el reverso de una factura de energía eléctrica) sobre una posible disfunción del hipotálamo: si yo acecho y tu acechas /nos acechamos / marisma / rumba de la tristeza / arcángel del no volver / apaga ya tu demencial acorde / ¿qué buscas de mí? / ¿mi boca desdentada mis palabras mis débiles aparejos / mis pequeñas invenciones mi deseo la transparencia del agua? / ¿no alcanza hoy con exhibirnos la sangre de tus muertos y las ínfimas destrezas de mis pasos? / quédate si quieres / no me demoro / pero prorrógame. Y Amílcar partió hacia un Rapipago, porque está claro: la luz es lo primero.
9 de setiembre de 2017. Amílcar, el Confeso, escribió una noche: lento peregrinaje de crímenes ajenos, hacia atrás y hacia adelante de los siglos. Hay días en los que no merecemos tanto, o tan poco. Ya lo dijeron: pagar por un crimen que no cometiste. Y cometer un crimen por el que no pagarás. ¿Quién te persigue, perseguidor? Y recordar un crimen que no presenciaste y olvidar el crimen del que fuiste testigo. Y caminar, mitad fuera, mitad dentro, como un equilibrista entre la caída y la tierra firme. Y vivir, a mitad de la espera, a mitad del encuentro, a mitad de la partida. 
Sin palabras. Un demente.

HISTORIAS SIN GUASAP: CASO AMÍLCAR / ISOLDA X

Ese compendio de reflexiones de Amílcar que nos ocupó este último mes, adquirió relevancia en medio de la minuciosa investigación que realizamos por la presunta muerte, ahora se sabe inexistente, de una de las discípulas predilectas del Maestro de la montaña: Isolda. 
En un primer momento pensamos que esos escritos escondían una oscura trama de sacrificios o ritos de iniciación y que Isolda había sido la elegida para que Amílcar, con sus propias manos, pudiera consumar una ofrenda. Lamentamos toda la confusión.
Todos ya sabemos que Isolda apareció sana y salva, por lo tanto, esta nota debería ser solamente para pedir disculpas por algunas imprecisiones que hemos tenido y dar el caso por cerrado, por terminado, pero nos insistieron tanto con la continuidad de nuestras teorías y reflexiones que sinceramente decidimos pensar un poco más sobre lo que debíamos hacer. Ya tenemos una decisión: los investigadores Zabiola y Manrique vamos a escribir algunas páginas más, contando los detalles más cautivantes de esta investigación, sobre todo relatando la época donde el único sospechoso era Amílcar con Isolda obviamente muerta, y sobre cómo se van resolviendo las dudas que aún tenemos. 
Ya obtuvimos las confesiones de todos los involucrados, incluso tenemos el testimonio del Maestro de la montaña, ahora devenido científico del clima según él; pudo mostrar como parte de su defensa un largo prontuario de conferencias, diplomas y publicaciones en revistas internacionales. Veremos qué pasa con este asunto. 
La confesión de Isolda y Amílcar no terminó de convencernos, pero respetamos lo que dijeron. Presuntamente ellos también son especialistas en cuestiones meteorológicas o climáticas, doctorados fuera del país. Según ellos, estuvieron ausentes porque oficiaron de guías y colaboradores de los Cazatormentas extranjeros que recorrieron la provincia hace unas semanas. Tienen una buena coartada para sumar confusión a la confusión, parece, pero no vamos a adelantarnos. Seguiremos investigando. 
Lamentamos finalmente que Isolda y Amílcar hayan decidido abandonar su casa en el pueblo, alegando que lo hacen para respetar a los pobladores, dicen que los pobladores nos asustamos cuando los vemos pasar juntos y que todos pensamos que son como fantasmas, encarnaciones maliciosas de fuerzas desconocidas. 

BAD OMEN

Cuento publicado en Diario Hoy Día Córdoba (2017)

(I)
Desde pequeño, cuando Herminia no estaba, Anselmo podía sentir su olor, su mirada, la voz monocorde.  Cuando la tenía cerca, experimentaba la sensación de estar sobre un tobogán, boca abajo, cabeza abajo, administrando las pocas energías que le quedaban para mantenerse allí, quieto, evitando deslizarse cada vez más velozmente hacia la profundidad del vacío. 
En varias ocasiones había logrado eludir lo ineludible huyendo, alejándose súbitamente para luego hundirse durante horas en sus pensamientos. Como una manera de ir debilitando sus impulsos, de ir lentamente silenciando los gritos de su extraña naturaleza, estudiaba las formas en que ocurriría.  Iba armando un mecanismo de posibilidades, simulando diálogos, amenazas y defensas posibles, solamente por si en algún momento no podía evitarlo. Pensaba, sin tomar conciencia de que ese insistente pensamiento alimentaba al más formidable de sus monstruos, al más implacable de sus destinos.  Sin tomar conciencia de que la mejor manera de permitir que algo verdaderamente suceda es simplemente dedicarle tiempo a gestar los acontecimientos desde adentro, desde las débiles y desconocidas fibras de nuestra tormentosa existencia.
Cada vez que se estremecía por ese designio, estaba frente a él todo lo que había pronunciado durante cincuenta años de vida, todo lo que había callado por no poder decirlo y todo lo que había oído.  Estaban las perversas bocas de los otros, las sarmentosas y grotescas manos de los otros.  Todo lo que habían dejado de darle, lo que no había tocado y todo lo que había detestado por tocarlo. Pero ese Lunes era distinto. Anselmo se sentía definitivamente poseído por ese lejano deseo que buscaba su objeto, como el metal frío de un arma que aguarda la mano de un asesino.  Como el vaso que espera el inevitable camino hacia la boca de un alcohólico.
Sin saberlo, Anselmo estaba frente al comienzo y el fin de todos sus padecimientos, el inicio y el epílogo del espiralado recorrido que lo llevaría a encontrarse en el mismo infierno, rendido, sin horizontes, para emprender luego el definitivo camino de la redención, de la libertad sin límites.


(II)
Desde temprano Herminia con casi ochenta años y casi lo mismo en kilos, comenzaba a moverse inquietamente en la cama como intuyendo que el barrio ya estaba ofreciendo algunos detalles importantes, que de perdérselos podían transformarla en una vecina desinformada.  Conocía a todos.  A nadie por nombres, sino por alguna circunstancia. Los caracterizaba más o menos de la siguiente manera: la hija de, la esposa del doctor, el doctor, la de al lado de la farmacia, el amante de la hija de la de enfrente del carnicero, el chico que se accidentó trabajando y que es hijo de la que es de Cáritas;  y así, como si los personajes de su mundo fueran menos relevantes que los sucesos que, por fortuna o desgracia, tenían que vivir.  
Pobre hijo mío, pobrecito, pobrecito, decía de manera frecuente.
Ya levantada, se instalaba junto al ventanal, mitad de su atención puesta en sus trabajos de costura y la otra en la calle.  Todos la conocían.  Si apenas movía la cabeza hacia abajo y cerraba por un momento los párpados antes de retornar a la posición inicial, significaba que simplemente había saludado, pero si inclinaba el cuerpo hacia adelante estirando su mano derecha cerrada hacia el vidrio del ventanal, con el dedo índice apenas separado del resto como quien va a golpear (pero nunca golpeaba), todos sabían que eso significaba que había disposición para el diálogo.  Había urgencia, digamos.  Entonces el transeúnte se asomaba y sobrevenía el segundo gesto indicando que la puerta estaba abierta.  Conversación va conversación viene, que esto y que aquello, mitad de su atención puesta en el interlocutor y la otra en la calle. 
Con frecuencia tenía la oportunidad de sugerir una medicación frente a alguna dolencia de la circunstancial visita.  Si no sabía qué recomendar, proponía que se la consultara un par de horas más tarde, dándole tiempo para acudir al teléfono y pedir a su sobrina médica la información necesaria.
Después retornaba a sus agujas, a las de tejer y a las de coser.  A partir de lo que aprendía en TV respecto a la moda iba modificando su ropa. Pedazo de tela aquí pedazo por allá, color así color asá, iba incorporando las sugerencias siempre sobre la misma ropa, sobre la ropa de siempre. Y como las modas pasaban y retornaban, a veces la tarea se reducía a quitar retazos y todo volvía a ser como entonces.
Almorzaba y dormía una siesta breve, con la persiana entreabierta.  Y regresaba a su silla, a su ventanal, a su mangrullo, como un ampaier sobre esa jugosa cancha de cemento que era la calle. 

(III)
Anselmo ese Lunes, desnudo, miró su cuerpo en el espejo de arriba a abajo buscando respuestas.  La soledad que lo abrazaba, el silencio de la tarde, el tiempo zigzagueando como una serpiente dorada, comenzaban a mover por primera vez los invisibles hilos unidos a sus extremidades. 
Frotó fuertemente con su mano la parte superior del pecho próxima a la garganta, intentando aliviar el ahogo que sentía. Abrió la ducha y miró el reloj. 

(IV)
A medida que iban pasando las horas, como la noche, a Herminia la nostalgia le caía encima junto a los nombres de sus parientes vivos y muertos.  Los recorría de a uno. La calle se apagaba.  El rito era siempre el mismo, sólo variaba el primer nombre. 
Excepto los Domingos, con el rosario entre las manos rezaba fundamentalmente por los muertos, los suyos y algunos ajenos, depositarios circunstanciales de sus ruegos que incorporaba durante la semana por comentarios.  Sus muertos eran los de todos los días, los muertos fijos. Sólo los Domingos llevaba su oración a la misa de las veinte horas, con su cartera de cuando era maestra. Pero era Lunes.
Quizá venga, quizá pueda perdonarme, susurró. 

(V)
Anselmo dejó el auto en una cochera a unos cuatrocientos metros.  Cuando recibió el comprobante controló la hora y el número de la patente impresos.  Faltaban quince minutos, tiempo suficiente para fumar un cigarrillo.  Después de avanzar unos metros notó que a su derecha con el mismo ritmo caminaba un pequeño perro. Estimó que tenía unos diez años por el desgaste y color de los dientes. Era de color negro, estaba bien alimentado y limpio. 
Cuando se detuvo para pisar el cigarrillo, el perro aún seguía a su lado, quieto, esperando reiniciar la marcha.  Le hizo un gesto para que se alejara.  Anselmo creyó reconocer la mirada de alguien en la mirada de ese perro, pensó que algo tenía para decirle, para advertirle. Siempre le daba una importancia superlativa a ese tipo de circunstancias. Con un bad omen a media voz marcaba esos momentos.  Fervientemente confiaba en que existían poderosas y desconocidas fuerzas que se mostraban a los ojos de los mortales de una forma encubierta, disfrazada, para no causar pánico. Ese perro era algo más que un perro, sólo debía mantener la calma para descifrar el mensaje que llevaba consigo.  Pero una vez más no supo si el significado indicaba que debía seguir avanzando o que debía detenerse. 
Siguió, impulsado por esa incomprensible fuerza que produce la misericordia.  El perro se detuvo en el enrejado de entrada a la casa de Herminia.  Volvió a mirarlo y se acostó ubicando el hocico sobre el piso entre sus dos patas delanteras.
Tres horas más tarde Anselmo atravesó el pasillo lateral, cuando estuvo sobre la vereda cerró los ojos y respiró profundamente.  El perro aún estaba allí, en la misma posición.  Se incorporó y se acercó, tanto que Anselmo pudo sentirlo presionando su pierna como a punto de guiar a un ciego.
Juntos, hombre y animal, tan juntos que daban la sensación de ser sólo uno, desandaron el camino hasta el auto sin cambiar, siquiera, una leve mirada.

(VI)
Escuchó la sentencia en silencio,  indiferente. Lo condenaron a perpetua. Cada tanto, con el rostro desencajado, Anselmo recuerda a su madre sangrando por decenas de pequeños orificios.  Imitando la voz y los gestos de un niño, murmura: ¿te gustaron las agujas de tejer que te llevé de regalo, mamita Herminia?. Después se pone tenso con los ojos fijos en un rosario que pende de una lámpara. ¡Vieja nazi!, dice, antes de encender un cigarrillo.

Yo, Doctor, Yo



Cuento publicado en Diario Hoy Día Córdoba (2016)

Fíjese Doctor, yo necesito saber aunque ya lo sepa, le diría que acabo de entenderlo, pero ayer me dijeron que Usted es uno de los que más sabe, es uno de los mejores psicoanalistas, por eso estoy aquí, para que me ayude a entender si estoy en lo cierto, y no es casual que diga ¨estoy en lo cierto¨ porque me dijeron siempre que eso que yo veía no era cierto, que era mi cabeza, que yo era muy pero muy inteligente pero tenía una inteligencia enferma, una inteligencia que me hacía ver cosas que no eran reales, entonces me empezaron a dar unas pastillas desde pequeño, yo entonces dormía y dormía y después andaba bien por un tiempo hasta que otra vez veía cosas.  Yo escribo, escribo todo, Doctor, ya le voy a leer algo que tengo en este bolso, yo se las traje, le voy a leer dos cosas, no, mejor se las voy a contar, las dos que más me perturban y me perturbaron, dos cosas.  Fíjese Doctor que hablo muy bien, ¿no?, que sé muchas palabras y también me gradué en la Universidad con el mejor promedio, y ya le voy a contar por qué los otros no tienen razón con eso de que yo vivo ¨viendo cosas¨ y que por eso no soy normal.  La primera vez que vi y que no tendría que haber visto fue en el fondo del pozo de agua que tenía la casa de mi abuela, hasta ahí yo era normal digamos, era un chico común, muy inteligente decía la maestra, pero común.  Todo empezó cuando mi abuelo dijo ¨el pozo se secó, vamos a tener que hacer otro¨, yo no fui a ver porque nos decían a mí y a todos los primos que no teníamos que asomarnos, que nos podíamos caer en ese pozo, entonces ese día yo no fui hasta que se hizo de noche, esperé que todos estuvieran distraídos, era domingo, de noche.  Óigame Doctor, yo se que Usted lo sabe, pero igual le advierto que lo que voy a relatar es lo que yo recuerdo y relatar siempre es algo así como el verbo expiatorio de la memoria y las aspiraciones, a través del relato pienso yo, tal vez Usted está de acuerdo, todo se deforma un poco, las heridas intentan remediarse y lo que callamos es más importante que lo que decimos, pero voy a tratar de decirle lo que callé por mucho tiempo.  Lo que le voy a contar, entonces, fíjese que buena idea y cómo se nota que estoy doctorado, entraña su propia ley y su propia trampa, la posibilidad de que nunca se pueda verificar su ocurrencia por un lado y la imperiosa convicción de que ocurrirá numerosas veces, por el otro, por eso se lo cuento.  En realidad, cuando digo que es difícil verificar su ocurrencia me refiero al pozo, porque mis abuelos ya están muertos y mis primos no se acuerdan, para ellos no tuvo importancia, ninguna, porque yo pregunté muchas veces, como un millón de veces, y cuando le digo que ocurrirá numerosas veces lo digo por lo segundo, lo primero es el pozo, lo segundo es Endemus, yo le puse ese nombre a este aparato que inventé, este que tengo acá en el bolso, espere que lo saco, mire la pantalla, es igual a un pequeño radar, pero el artefacto está camuflado en una computadora para pasar los aeropuertos, para que no pregunten.  ¿Sabe para qué sirve? Espere, le cuento lo del pozo primero.  Aquella noche me acerqué al pozo, me subí al muro circular del pozo y miré hacia abajo, hacia el fondo y vi, por primera vez vi lo que no tenía que ver: el pozo tenía agua, se lo juro, yo me vi reflejado envuelto por la luz de la luna, esa noche estaba grande la luna y me vi.  Al día siguiente le dije a mi abuelo ¨el pozo tiene agua¨ y todos fueron a ver y dijeron ¨este chico está loco, el pozo está seco¨, de pronto sentí miedo mucho miedo, recién pude ir nuevamente al pozo a la noche y volví a verme reflejado como en un espejo y llamé a mis primos que me dijeron ¨este pozo está seco, terminala de una vez¨, sin ir a verlo, ni siquiera se asomaron.  Ahí comenzó el problema, yo todas las noches iba y me veía y todos decían, los más grandes decían, ¨a este chico hay que hacerlo ver porque dice que el pozo seco tiene agua¨.  Después se complicó, a los dos o tres días, ¨algo raro pasa, el pozo tira piedras como un volcán, hay que hacerlo tapar¨ dijo mi abuela, me acuerdo como si fuera hoy de esas palabras porque en ese momento comencé también yo a creer que algo no andaba bien en mi cabeza porque después de pensar mucho, pero mucho le digo, llegué a la conclusión de que cada vez que yo me asomaba al pozo lo que yo veía no era el fondo del pozo, lo que veía era la boca del pozo, cómo le explico, yo, desde el fondo, me veía asomado, yo miraba desde abajo, desde el fondo, nunca miraba desde arriba, yo era el espejo de agua en el que me miraba, digamos Doctor, yo estaba abajo pero también estaba arriba, ¿me entiende?.  Lo de las piedras no me lo puedo explicar todavía, lo del pozo seco después de cuarenta años si puedo explicarlo físicamente, antes le diría, como hace 20 años lo entendí, eso de por qué a la noche había agua y de día no, pero lo de las piedras es un misterio, o no tanto, quizá fue como las plagas de la Biblia, algunos las explican, dicen que algunas cosas caen en lugares porque un huracán las quita de un lugar y luego las arroja en otro, y en mi zona había tornados, muchos tornados, como huracanes digamos, pero las piedras me empezaron a enloquecer antes de que mi abuela las viera salir catapultadas desde el pozo, porque yo juro que aquella noche, la noche anterior a que mi abuela las viera salir del pozo, me asomé con varias piedras para verificar que lo que yo veía era agua, dije ´si tiro las piedras, mi imagen se va a mover, se va desdibujar por las ondas que hacen las piedras cuando caen al agua¨, las tiré a todas.  Cuarenta años Doctor yo esperé este momento, sabe, cuarenta años desde la piedras, porque las piedras según mi abuela salieron disparadas desde el fondo del pozo y yo confirmé que estaba en el fondo del pozo y en el muro del pozo, simultáneamente, éramos dos, ahí parece que se iniciaron los tratamientos con pastillas y dormía mucho y sentía miedo de mirarme al espejo porque tenía la sensación de que no me iba a ver.  No recuerdo si cuando tiré las piedras mi imagen se deformó, no lo recuerdo se lo juro por lo que más quiero, por Endemus se lo juro, pero no tiene importancia porque mi abuela que no estaba enferma vio que el pozo vomitaba piedras como un volcán.  Ahí empezó todo ya le dije, medicado si, medicado no, loco y escribiendo, cuerdo y trabajando, produciendo, hasta que un día creí estar cerca de la verdad cuando me puse a investigar sobre los seres clonados, ¿sabe de qué hablo, no?, mucho estudio, pero mucho le digo, recibí muchos premios por eso, pero no me importaban, yo sólo buscaba la verdad, yo tenía la sensación de que el pozo me estaba dictando algo, de que yo no era el único igual a mí, ¿me entiende Doctor?.  Descubrí que había, de que hay, muchos seres clonados y que cuando se procede a la clonación, se ocultan los orígenes del nuevo ser tanto para los padres adoptivos como para el clonado, como una manera de cuidar la salud psíquica del núcleo familiar y para realizar desde los centros de investigación un seguimiento del clon sin perturbaciones que modificaran su conducta, eso descubrí Doctor, y creí que estaba cerca de la verdad, por eso me puse a diseñar a Endemus, le puse así porque se que va a ser una enfermedad de todo el mundo y a la vez un juego, como un juego de naipes pero de muerte, es un radar ni más ni menos, Doctor, diez años hace ya que lo tengo, nadie lo sabe.  ¿Quiere saber cómo funciona?, fíjese Doctor, Usted deja caer una gota de sangre sobre esta diminuta bola de cristal, ¿ve?, y el aparato comienza a barrer un círculo de casi mil kilómetros de radio en busca de respuestas, ¿se da cuenta de lo que es esto?, Endemus sirve para localizar fácilmente a quién tiene la misma información genética, ¿entiende Doctor?, Usted puede encontrar su propia imagen pero físicamente separada, escindida, y protegiéndose en otro cuerpo similar al suyo.  No la imagen del espejo, Doctor, si no que es Usted mismo pero afuera de Usted, ¿lo entiende?, fuera de Usted, lo que me pasó siempre, por eso investigué. Entonces, Doctor, comencé una tormentosa persecución, lo mismo les va a pasar a todos cuando conozcan a Endemus, una diabólica cacería humana en busca de la más atroz y despiadada de las presas: yo mismo, yo mismo, Doctor, pero siendo otro, como cuando era chico y me vi en el pozo y entendí que yo estaba arriba pero también estaba abajo y eso me enloqueció, Doctor, una especie de serpiente mordiéndose su propia cola y muriendo lentamente a partir de su propio veneno, así Doctor durante diez años viajando por el mundo, y pensando, pensando mucho qué iba a pasar cuando estuviéramos frente a frente, yo y yo, si eso tenía que ocurrir, porque sólo era una intuición, Doctor, inexacta, digamos hipotética.  Yo pensaba mucho en ese momento, en el momento del encuentro, Doctor, y me acordaba de la Biblia, Abel debía morir para que Caín pudiera seguir viviendo, y Caín, después, sumido en la más arrasadora intemperie caminaba sin rumbo hasta el último día de su existencia, así lo veía a ese momento Doctor.  Cuarenta años, Doctor, donde todo iba y venía, durante un tiempo veía bien y durante otro tiempo veía mal, ¨hay que medicarlo¨ decían y yo escribía, porque yo escribo todo Doctor cuando veo mal, cuando no estoy en lo cierto, pero ahora, hace un rato comprendí toda la verdad, ya no me voy a sentir loco me parece, aunque vea piedras saliendo de un pozo, vomitando piedras como un volcán como cuando era chico y yo era a la vez el fondo y la boca del pozo. Lo entendí acá, en esta casa, antes de que me abriera la puerta como habíamos quedado por teléfono, ¿se acuerda?, a las cinco de la tarde me dijo, y para mi esperar dos días fue una eternidad, se lo juro.  Ahora entiendo, y Usted va a tener un gran problema desde ahora, Doctor, también lo entiendo ahora, fíjese Doctor yo era loco y vine a ver a uno de los mejores psicoanalistas, vine a verlo a Usted Doctor, pero me curé antes de verlo, recién, esperando detrás de su puerta, desde las cinco menos diez, me curé porque ahora entiendo que eso de estar así como partido de a ratos no debería asustarme más, eso soy yo, de a ratos veo mal, veo desde el fondo del pozo seco de agua y escribo, y de a ratos veo bien y toda la gente dice qué inteligente, se está curando dicen, entonces yo me siento feliz como mis primos mirando desde arriba del pozo seco, y yo siento que recién ahora después de cuarenta años me estoy curando, de golpe, cuando lo vi y decidí no asesinarlo, sentí que antes de entrar a su consultorio había construido una escalera para bajar y subir el pozo, por eso no lo voy a asesinar, fíjese, con esta pistola que tengo en el bolso pensaba matarlo, de muchos disparos, como cuarenta balas traje, una para cada año de espera.  ¿Sabe Doctor?, lo voy a desatar, le voy a quitar las mordazas y no lo voy a matar, no lo voy a asesinar, aunque Endemus me haya traído hasta Usted, mejor si digo que Endemus me  trajo hasta mí, ¿no es cierto?, Doctor, yo, Doctor.

LA PROVIDENCIA


Cuento publicado en Diario Hoy Día Córdoba (2018)

(I)
Eliseo Zapata comía una naranja, a modo de postre, todos los mediodías. Todos los mediodías desde que conoció a una naranja: la contempló durante casi dos horas antes de separarla del gajo. Fue después de mudarse desde Santa Cruz al corazón de un pueblito serrano de Córdoba cuando tenía 25 años.
Había abandonado su pueblo natal por temor, por el profundo temor que comenzó una mañana cuando dejó de sentir el viento sobre su cuerpo. Caminaba desnudo en medio de fríos y fuertes vientos patagónicos para ver si cambiaba la historia, intentando al menos que el viento lo despeinara. El viento no sólo había olvidado su cuerpo, también lo que estaba en contacto con su cuerpo. Antes de emprender la huída su última prueba fue permanecer quince horas a la intemperie con una vela encendida esperando que se apagara.  No puedo soportarlo, mamá, dijo con voz firme.
Todos los mediodías se sentaba bajo la sombra de un tala y comía. Ponía sumo cuidado en que la cáscara no se cortara al pelarla por eso del amor, se lo habían contado, de que si se cortaba estaba atentando contra la continuidad de los amores, de los propios y de los ajenos. Era una de sus supersticiones, a pesar de que nunca había podido gozar de la gracia frágil del amor sin tener que pagar. Nunca había sido amado en el sentido más social del asunto, eso de dormir con una mujer, de hacer planes con una mujer o escuchar palabras en boca de una mujer antes de dormirse. Pagar para Eliseo era otra modo de vivir el amor, no menos intenso y verdadero. Creía en las palabras de oficio que le prodigaban, mansamente creía, sin mucha pesadumbre. Vas a dejar de sentir amor el día que dejes de creer en lo que escuchas, le había dicho su padre.
Las naranjas representaban cierta protección, una especie de medicina con la que había logrado mitigar su temor, ese profundo temor que lo había llevado a migrar más de tres mil kilómetros. Para pelar usaba un cuchillo pequeño que mantenía bien afilado y limpio, de hoja bien brillante. Anduvo casi dos años buscando ese cuchillo, ese instrumento preciso hecho a la medida de su mano.
Después de ese ritual, todos los mediodías abría una carpeta anillada donde hacía anotaciones. Estructuraba en cada página un calendario mensual donde con letra muy pequeña reflejaba sus gastos importantes como compré cafetera $ 400, garabateaba frases para aniversarios o cumpleaños de los familiares que tenía pero que no veía desde entonces, agendaba pendientes como comprar naranjas en todos los viernes por ejemplo. En la otra página de cada hoja escribía lo que requería especial atención en ese mes, como una manera de ir anticipándose a los acontecimientos que de un modo u otro iban a ocurrir: si debían acabarse los veinte kilogramos de alimento para el gato, si debía llevar su auto al taller para hacerle cambio de aceite, esas cosas. Tantos años llevando esa práctica le permitía ir haciendo un ajustado pronóstico de algunos vencimientos: el auto recorría en promedio veinticuatro kilómetros por día, el cambio de aceite lo hacía cada ocho mil kilómetros, casi once meses debían pasar para un nuevo cambio. Así con varios otros rubros.

(II)
Ese mediodía fue y vino por las hojas del anotador. Perturbado. Por las ciento veintitrés hojas fue y vino. Algo no cerraba. Era la garrafa de gas, el tubo para él, tubo de quince kilogramos. Ya debería estar vacío hace por lo menos diez días, dijo. Hizo memoria sobre las últimas semanas, sobre el clima, pensó en cuántas veces había usado el horno, cuántas veces se había bañado, todo. Ya tendría que estar agotado repitió varias veces gesticulando con vehemencia bajo el tala. 
No pudo dormir esa noche. Bajo la luz tenue del velador, fue y vino por las ciento veintitrés hojas hojas de la carpeta. Algo definitivamente estaba mal. Decidió no ir a trabajar. Cocinó todo el día: empanadas, pasteles, carnes varias, budines, pan, todo al horno. Se baño varias veces con agua casi hirviendo a pesar de los treinta grados de temperatura. Dejó las hornallas de la cocina encendidas por más de cuatro horas. Nada. Repitió al otro día con algunos vecinos sin emitir más palabras que la invitación y algunas frases triviales como no te vayas a quemar con el horno. Los vecinos tampoco agregaron mucho, siempre lo habían considerado un hombre bueno pero raro, bien raro. Nada, el tubo seguía proveyendo.
Para la tercer semana la casa ya era un caos, gente que iba y venía con toallones, champú y jabones para los prolongados baños, a bañera llena algunos. Mujeres y hombres con delantales de cocina portando asaderas y budineras repletas.  Cada mediodía los chicos correteaban por el patio donde Eliseo, con una naranja entre las manos bajo el tala, no encontraba explicación alguna.
A los vecinos no les sorprendió que una tarde Eliseo entrara a la casa, a su casa, a pedir que se fueran todos. Pidió amablemente pero con firmeza. Cuando ya no quedó nadie se sentó en el piso frente al horno encendido. Nunca había fumado, pero ese día fumó de una etiqueta olvidada que encontró sobre el extractor de la cocina. Tosió con el primero. Fumaba y pensaba.
Ya entrada la noche tuvo una idea. Fue hasta la casa de Carlos, el hojalatero del pueblo, a unos setenta metros de su casa. Tenía un emprendimiento familiar con una plegadora, una cortadora, un soplete, una fragua y varias herramientas. Con Carlos intercambiaban banalidades cada tanto directamente en la vereda y al menos una vez por año compartían grupo en un campeonato de truco.  Eliseo no quiso entrar, se acodó en el portón de entrada y le dijo de una: Mirá Carlos, conseguite mañana materiales para hacer una derivación y te voy a dar gas, cavá una zanja en la calle para traer la manguera y te doy gas, hasta que se acabe, sólo hasta que se acabe, cuando el gas se acabe ahí termina el trato, no quiero dinero, nada de nada, sólo quiero que el tubo se termine. Retiró los codos del portón y pegó la vuelta.
A las siete de la mañana Carlos golpeó las manos, Eliseo le pegó un grito para que entrara. Para las nueve, ya estaba abierta la válvula del soplete. La larga y sonora llama azul fue un alivio para Eliseo, presenciando la escena sentado sobre un yunque. Carlos puso a toda la familia a trabajar ese día, incluyendo a su suegro que estaba en sillas de ruedas, el viejo colaboraba limando las rebabas de los cortes. Armaron regaderas, cajas de herramientas, canaletas y baldes. Y continuaron durante 6 días hasta que los detuvo la falta de estaño y espacio para acopiar la producción.
Eliseo con la casa nuevamente poblada de vecinos decidió habilitar sin restricciones el uso de la red de gas. Las derivaciones lenta pero exponencialmente se iban anexando sobre la manguera que cruzaba la calle hasta la casa de Carlos y sobre las mangueras que salían de ella. Con ciento veintidós conexiones todas las casas, comercios y construcciones como el destacamento policial, el dispensario, la iglesia y la escuela del pueblo, recibían gas gratuitamente desde el tubo de Eliseo. Las palabras de Eliseo siempre iguales: te doy gas hasta que se acabe, sólo hasta que se acabe, cuando el gas se acabe ahí termina el trato, no quiero dinero, nada de nada, sólo quiero que el tubo se termine.
Durante esas jornadas de revuelo los quinientos setenta y dos habitantes del pueblo, al menos una vez, habían entrado a la casa de Eliseo y sólo uno había planteado reparos: el vendedor de garrafas. Con todo el pueblo en contra en un par de horas entendió que provisoriamente ese negocio ya no era rentable pero que podía pensar en otro que tuviera al gas como primordial materia prima. 
Con el correr de los días y el tubo proveyendo incesantemente, Eliseo comenzó a sentir nuevamente aquel temor, el del sur, el que había olvidado porque ya se había acostumbrado a no sentir el viento.
(III)
Elizabeth era la única prostituta del pueblo. No era cualquier prostituta: cuando entablaba un mínimo diálogo con alguna mujer, aunque sólo fuera una breve charla en un asiento de tren, le preguntaba su nombre, si estaba casada o juntada y con quién si correspondía, memorizaba todo y luego anotaba los nombres en una libreta. Tenía una regla que jamás había violado: no se acostaba con los hombres que estaban casados o en pareja con las mujeres que agendaba. Era rigurosa, por eso se había ganado la confianza y el respeto de todas las mujeres del pueblo. Ese mecanismo meticuloso de Elizabeth para cumplir con rutinas y documentarlas la emparentaba con Eliseo. Ambos compartían una profunda lealtad con sus modos de hacer las cosas.
Cierta vez un recién llegado cura párroco, enterado de la vida pecaminosa de Elizabeth, intentó evitar su participación en la misa de domingo. No pudo lograrlo, en un par de horas la idea corrió por el pueblo y en un par de horas más todas las mujeres hicieron sentir su protesta. Olga, algo así como la referente natural de las acciones religiosas, sin titubear enfrentó al cura: no se lo vamos a permitir, hasta mi hijo fue a visitarla cuando cumplió los dieciocho. Ese domingo, Elizabeth fue la primera en entrar a la iglesia y después de que estuviera sentada ingresó todo el resto en un profundo silencio.
Mientras la casa de Eliseo seguía convocando gente que cocinaba, se bañaba o realizaba mejoras en las conexiones hasta altas horas de la noche y desde las primeras de la mañana, a medida que iban pasando los días, los encuentros con Elizabeth se fueron haciendo cada vez más frecuentes y con esa frecuencia iba mutando el comportamiento entre ellos. Elizabeth ya no se retiraba tan rápidamente a higienizarse, permanecía junto a Eliseo tumbada boca arriba, viendo cómo el humo de su cigarrillo se esparcía por la habitación. Cada tanto volteaba para mirarlo como si realmente él estuviera allí, como si realmente le interesara su presencia. Cada tanto llegaba a comprenderlo y con una voz suave le decía: Eliseo, no te preocupes, ya se va a terminar, en algún momento ese tubo se va a terminar y todo va a ser como antes. Se fue interesando por cosas triviales como preguntarle si siempre había fumado. Eliseo la miró y llevó una de sus manos al rostro de Elizabeth como reforzando la atención por lo que iba a decir: comencé a fumar con esto del gas y dejaré de fumar el mismo día en que el tubo se acabe, ya vas a ver.
(IV)
Pasaron algunos meses. El pueblo era un hervidero, inundado de turistas, especialistas de todo tipo, promensantes y funcionarios. Esa mañana, atravesada por la preocupación, Elizabeth despertó a Eliseo y le dijo: parece que hay gente armada en el pueblo, gente mafiosa, peligrosa me dijeron. Eliseo quedó en silencio. Después de beber el último sorbo de café respondió con un dejo de tristeza: el tubo no se va a acabar, ahora lo se, me voy al sur.  Está bien, murmuró Elisabeth, es mejor que te vayas me parece.
(VI)
El colectivo se detuvo en medio de la nada. Cuando la puerta se abrió Eliseo comprendió que todo estaba exactamente igual: el sinuoso camino de ripio, la vegetación baja a los costados, a doscientos metros una pequeña arboleda rodeando la casa, el horno de pan, la silla junto a la puerta, su madre, dos perros que insinuaban reconocerlo aunque no eran los de entonces.
Caminaba sin prisa cargando dos bolsas de malla roja llenas de naranjas. Se detuvo para encender un cigarrillo. Si no entrás a la casa no vas a poder encenderlo dijo Elisabeth, mientras el incesante viento patagónico batía el pelo de Eliseo.