Cuento publicado en Diario Hoy Día Córdoba (2017)
(I)
Desde pequeño,
cuando Herminia no estaba, Anselmo podía sentir su olor, su mirada, la voz
monocorde. Cuando la tenía cerca,
experimentaba la sensación de estar sobre un tobogán, boca abajo, cabeza abajo,
administrando las pocas energías que le quedaban para mantenerse allí, quieto,
evitando deslizarse cada vez más velozmente hacia la profundidad del
vacío.
En varias ocasiones
había logrado eludir lo ineludible huyendo, alejándose súbitamente para luego
hundirse durante horas en sus pensamientos. Como una manera de ir debilitando
sus impulsos, de ir lentamente silenciando los gritos de su extraña naturaleza,
estudiaba las formas en que ocurriría.
Iba armando un mecanismo de posibilidades, simulando diálogos, amenazas
y defensas posibles, solamente por si en algún momento no podía evitarlo.
Pensaba, sin tomar conciencia de que ese insistente pensamiento alimentaba al
más formidable de sus monstruos, al más implacable de sus destinos. Sin tomar conciencia de que la mejor manera
de permitir que algo verdaderamente suceda es simplemente dedicarle tiempo a
gestar los acontecimientos desde adentro, desde las débiles y desconocidas
fibras de nuestra tormentosa existencia.
Cada vez que se
estremecía por ese designio, estaba frente a él todo lo que había pronunciado
durante cincuenta años de vida, todo lo que había callado por no poder decirlo
y todo lo que había oído. Estaban las
perversas bocas de los otros, las sarmentosas y grotescas manos de los otros. Todo lo que habían dejado de darle, lo que no
había tocado y todo lo que había detestado por tocarlo. Pero ese Lunes era
distinto. Anselmo se sentía definitivamente poseído por ese lejano deseo que
buscaba su objeto, como el metal frío de un arma que aguarda la mano de un
asesino. Como el vaso que espera el inevitable
camino hacia la boca de un alcohólico.
Sin saberlo, Anselmo
estaba frente al comienzo y el fin de todos sus padecimientos, el inicio y el
epílogo del espiralado recorrido que lo llevaría a encontrarse en el mismo
infierno, rendido, sin horizontes, para emprender luego el definitivo camino de
la redención, de la libertad sin límites.
(II)
Desde temprano
Herminia con casi ochenta años y casi lo mismo en kilos, comenzaba a moverse
inquietamente en la cama como intuyendo que el barrio ya estaba ofreciendo
algunos detalles importantes, que de perdérselos podían transformarla en una
vecina desinformada. Conocía a
todos. A nadie por nombres, sino por
alguna circunstancia. Los caracterizaba más o menos de la siguiente manera: la
hija de, la esposa del doctor, el doctor, la de al lado de la farmacia, el
amante de la hija de la de enfrente del carnicero, el chico que se accidentó
trabajando y que es hijo de la que es de Cáritas; y así, como si los personajes de su mundo
fueran menos relevantes que los sucesos que, por fortuna o desgracia, tenían
que vivir.
Pobre hijo mío, pobrecito, pobrecito, decía de manera frecuente.
Ya levantada, se
instalaba junto al ventanal, mitad de su atención puesta en sus trabajos de
costura y la otra en la calle. Todos la conocían. Si apenas movía la cabeza hacia abajo y
cerraba por un momento los párpados antes de retornar a la posición inicial,
significaba que simplemente había saludado, pero si inclinaba el cuerpo hacia
adelante estirando su mano derecha cerrada hacia el vidrio del ventanal, con el
dedo índice apenas separado del resto como quien va a golpear (pero nunca
golpeaba), todos sabían que eso significaba que había disposición para el
diálogo. Había urgencia, digamos. Entonces el transeúnte se asomaba y sobrevenía
el segundo gesto indicando que la puerta estaba abierta. Conversación va conversación viene, que esto
y que aquello, mitad de su atención puesta en el interlocutor y la otra en la
calle.
Con frecuencia tenía
la oportunidad de sugerir una medicación frente a alguna dolencia de la
circunstancial visita. Si no sabía qué
recomendar, proponía que se la consultara un par de horas más tarde, dándole
tiempo para acudir al teléfono y pedir a su sobrina médica la información
necesaria.
Después retornaba a
sus agujas, a las de tejer y a las de coser.
A partir de lo que aprendía en TV respecto a la moda iba modificando su
ropa. Pedazo de tela aquí pedazo por allá, color así color asá, iba
incorporando las sugerencias siempre sobre la misma ropa, sobre la ropa de
siempre. Y como las modas pasaban y retornaban, a veces la tarea se reducía a
quitar retazos y todo volvía a ser como entonces.
Almorzaba y dormía
una siesta breve, con la persiana entreabierta.
Y regresaba a su silla, a su ventanal, a su mangrullo, como un ampaier
sobre esa jugosa cancha de cemento que era la calle.
(III)
Anselmo ese Lunes,
desnudo, miró su cuerpo en el espejo de arriba a abajo buscando
respuestas. La soledad que lo abrazaba,
el silencio de la tarde, el tiempo zigzagueando como una serpiente dorada,
comenzaban a mover por primera vez los invisibles hilos unidos a sus
extremidades.
Frotó fuertemente
con su mano la parte superior del pecho próxima a la garganta, intentando
aliviar el ahogo que sentía. Abrió la ducha y miró el reloj.
(IV)
A medida que iban
pasando las horas, como la noche, a Herminia la nostalgia le caía encima junto
a los nombres de sus parientes vivos y muertos.
Los recorría de a uno. La calle se apagaba. El rito era siempre el mismo, sólo variaba el
primer nombre.
Excepto los
Domingos, con el rosario entre las manos rezaba fundamentalmente por los
muertos, los suyos y algunos ajenos, depositarios circunstanciales de sus
ruegos que incorporaba durante la semana por comentarios. Sus muertos eran los de todos los días, los
muertos fijos. Sólo los Domingos llevaba su oración a la misa de las veinte
horas, con su cartera de cuando era maestra. Pero era Lunes.
Quizá venga, quizá pueda perdonarme, susurró.
(V)
Anselmo dejó el auto
en una cochera a unos cuatrocientos metros.
Cuando recibió el comprobante controló la hora y el número de la patente
impresos. Faltaban quince minutos, tiempo
suficiente para fumar un cigarrillo.
Después de avanzar unos metros notó que a su derecha con el mismo ritmo
caminaba un pequeño perro. Estimó que tenía unos diez años por el desgaste y
color de los dientes. Era de color negro, estaba bien alimentado y limpio.
Cuando se detuvo
para pisar el cigarrillo, el perro aún seguía a su lado, quieto, esperando
reiniciar la marcha. Le hizo un gesto
para que se alejara. Anselmo creyó
reconocer la mirada de alguien en la mirada de ese perro, pensó que algo tenía
para decirle, para advertirle. Siempre le daba una importancia superlativa a
ese tipo de circunstancias. Con un bad
omen a media voz marcaba esos momentos.
Fervientemente confiaba en que existían poderosas y desconocidas fuerzas
que se mostraban a los ojos de los mortales de una forma encubierta,
disfrazada, para no causar pánico. Ese perro era algo más que un perro, sólo
debía mantener la calma para descifrar el mensaje que llevaba consigo. Pero una vez más no supo si el significado
indicaba que debía seguir avanzando o que debía detenerse.
Siguió, impulsado
por esa incomprensible fuerza que produce la misericordia. El perro se detuvo en el enrejado de entrada
a la casa de Herminia. Volvió a mirarlo
y se acostó ubicando el hocico sobre el piso entre sus dos patas delanteras.
Tres horas más tarde
Anselmo atravesó el pasillo lateral, cuando estuvo sobre la vereda cerró los
ojos y respiró profundamente. El perro
aún estaba allí, en la misma posición.
Se incorporó y se acercó, tanto que Anselmo pudo sentirlo presionando su
pierna como a punto de guiar a un ciego.
Juntos, hombre y
animal, tan juntos que daban la sensación de ser sólo uno, desandaron el camino
hasta el auto sin cambiar, siquiera, una leve mirada.
(VI)
Escuchó la sentencia
en silencio, indiferente. Lo condenaron
a perpetua. Cada tanto, con el rostro desencajado, Anselmo recuerda a su madre
sangrando por decenas de pequeños orificios.
Imitando la voz y los gestos de un niño, murmura: ¿te gustaron las agujas de tejer que te llevé de regalo, mamita
Herminia?. Después se pone tenso con los ojos fijos en un rosario que pende
de una lámpara. ¡Vieja nazi!, dice,
antes de encender un cigarrillo.