13.10.19

BAD OMEN

Cuento publicado en Diario Hoy Día Córdoba (2017)

(I)
Desde pequeño, cuando Herminia no estaba, Anselmo podía sentir su olor, su mirada, la voz monocorde.  Cuando la tenía cerca, experimentaba la sensación de estar sobre un tobogán, boca abajo, cabeza abajo, administrando las pocas energías que le quedaban para mantenerse allí, quieto, evitando deslizarse cada vez más velozmente hacia la profundidad del vacío. 
En varias ocasiones había logrado eludir lo ineludible huyendo, alejándose súbitamente para luego hundirse durante horas en sus pensamientos. Como una manera de ir debilitando sus impulsos, de ir lentamente silenciando los gritos de su extraña naturaleza, estudiaba las formas en que ocurriría.  Iba armando un mecanismo de posibilidades, simulando diálogos, amenazas y defensas posibles, solamente por si en algún momento no podía evitarlo. Pensaba, sin tomar conciencia de que ese insistente pensamiento alimentaba al más formidable de sus monstruos, al más implacable de sus destinos.  Sin tomar conciencia de que la mejor manera de permitir que algo verdaderamente suceda es simplemente dedicarle tiempo a gestar los acontecimientos desde adentro, desde las débiles y desconocidas fibras de nuestra tormentosa existencia.
Cada vez que se estremecía por ese designio, estaba frente a él todo lo que había pronunciado durante cincuenta años de vida, todo lo que había callado por no poder decirlo y todo lo que había oído.  Estaban las perversas bocas de los otros, las sarmentosas y grotescas manos de los otros.  Todo lo que habían dejado de darle, lo que no había tocado y todo lo que había detestado por tocarlo. Pero ese Lunes era distinto. Anselmo se sentía definitivamente poseído por ese lejano deseo que buscaba su objeto, como el metal frío de un arma que aguarda la mano de un asesino.  Como el vaso que espera el inevitable camino hacia la boca de un alcohólico.
Sin saberlo, Anselmo estaba frente al comienzo y el fin de todos sus padecimientos, el inicio y el epílogo del espiralado recorrido que lo llevaría a encontrarse en el mismo infierno, rendido, sin horizontes, para emprender luego el definitivo camino de la redención, de la libertad sin límites.


(II)
Desde temprano Herminia con casi ochenta años y casi lo mismo en kilos, comenzaba a moverse inquietamente en la cama como intuyendo que el barrio ya estaba ofreciendo algunos detalles importantes, que de perdérselos podían transformarla en una vecina desinformada.  Conocía a todos.  A nadie por nombres, sino por alguna circunstancia. Los caracterizaba más o menos de la siguiente manera: la hija de, la esposa del doctor, el doctor, la de al lado de la farmacia, el amante de la hija de la de enfrente del carnicero, el chico que se accidentó trabajando y que es hijo de la que es de Cáritas;  y así, como si los personajes de su mundo fueran menos relevantes que los sucesos que, por fortuna o desgracia, tenían que vivir.  
Pobre hijo mío, pobrecito, pobrecito, decía de manera frecuente.
Ya levantada, se instalaba junto al ventanal, mitad de su atención puesta en sus trabajos de costura y la otra en la calle.  Todos la conocían.  Si apenas movía la cabeza hacia abajo y cerraba por un momento los párpados antes de retornar a la posición inicial, significaba que simplemente había saludado, pero si inclinaba el cuerpo hacia adelante estirando su mano derecha cerrada hacia el vidrio del ventanal, con el dedo índice apenas separado del resto como quien va a golpear (pero nunca golpeaba), todos sabían que eso significaba que había disposición para el diálogo.  Había urgencia, digamos.  Entonces el transeúnte se asomaba y sobrevenía el segundo gesto indicando que la puerta estaba abierta.  Conversación va conversación viene, que esto y que aquello, mitad de su atención puesta en el interlocutor y la otra en la calle. 
Con frecuencia tenía la oportunidad de sugerir una medicación frente a alguna dolencia de la circunstancial visita.  Si no sabía qué recomendar, proponía que se la consultara un par de horas más tarde, dándole tiempo para acudir al teléfono y pedir a su sobrina médica la información necesaria.
Después retornaba a sus agujas, a las de tejer y a las de coser.  A partir de lo que aprendía en TV respecto a la moda iba modificando su ropa. Pedazo de tela aquí pedazo por allá, color así color asá, iba incorporando las sugerencias siempre sobre la misma ropa, sobre la ropa de siempre. Y como las modas pasaban y retornaban, a veces la tarea se reducía a quitar retazos y todo volvía a ser como entonces.
Almorzaba y dormía una siesta breve, con la persiana entreabierta.  Y regresaba a su silla, a su ventanal, a su mangrullo, como un ampaier sobre esa jugosa cancha de cemento que era la calle. 

(III)
Anselmo ese Lunes, desnudo, miró su cuerpo en el espejo de arriba a abajo buscando respuestas.  La soledad que lo abrazaba, el silencio de la tarde, el tiempo zigzagueando como una serpiente dorada, comenzaban a mover por primera vez los invisibles hilos unidos a sus extremidades. 
Frotó fuertemente con su mano la parte superior del pecho próxima a la garganta, intentando aliviar el ahogo que sentía. Abrió la ducha y miró el reloj. 

(IV)
A medida que iban pasando las horas, como la noche, a Herminia la nostalgia le caía encima junto a los nombres de sus parientes vivos y muertos.  Los recorría de a uno. La calle se apagaba.  El rito era siempre el mismo, sólo variaba el primer nombre. 
Excepto los Domingos, con el rosario entre las manos rezaba fundamentalmente por los muertos, los suyos y algunos ajenos, depositarios circunstanciales de sus ruegos que incorporaba durante la semana por comentarios.  Sus muertos eran los de todos los días, los muertos fijos. Sólo los Domingos llevaba su oración a la misa de las veinte horas, con su cartera de cuando era maestra. Pero era Lunes.
Quizá venga, quizá pueda perdonarme, susurró. 

(V)
Anselmo dejó el auto en una cochera a unos cuatrocientos metros.  Cuando recibió el comprobante controló la hora y el número de la patente impresos.  Faltaban quince minutos, tiempo suficiente para fumar un cigarrillo.  Después de avanzar unos metros notó que a su derecha con el mismo ritmo caminaba un pequeño perro. Estimó que tenía unos diez años por el desgaste y color de los dientes. Era de color negro, estaba bien alimentado y limpio. 
Cuando se detuvo para pisar el cigarrillo, el perro aún seguía a su lado, quieto, esperando reiniciar la marcha.  Le hizo un gesto para que se alejara.  Anselmo creyó reconocer la mirada de alguien en la mirada de ese perro, pensó que algo tenía para decirle, para advertirle. Siempre le daba una importancia superlativa a ese tipo de circunstancias. Con un bad omen a media voz marcaba esos momentos.  Fervientemente confiaba en que existían poderosas y desconocidas fuerzas que se mostraban a los ojos de los mortales de una forma encubierta, disfrazada, para no causar pánico. Ese perro era algo más que un perro, sólo debía mantener la calma para descifrar el mensaje que llevaba consigo.  Pero una vez más no supo si el significado indicaba que debía seguir avanzando o que debía detenerse. 
Siguió, impulsado por esa incomprensible fuerza que produce la misericordia.  El perro se detuvo en el enrejado de entrada a la casa de Herminia.  Volvió a mirarlo y se acostó ubicando el hocico sobre el piso entre sus dos patas delanteras.
Tres horas más tarde Anselmo atravesó el pasillo lateral, cuando estuvo sobre la vereda cerró los ojos y respiró profundamente.  El perro aún estaba allí, en la misma posición.  Se incorporó y se acercó, tanto que Anselmo pudo sentirlo presionando su pierna como a punto de guiar a un ciego.
Juntos, hombre y animal, tan juntos que daban la sensación de ser sólo uno, desandaron el camino hasta el auto sin cambiar, siquiera, una leve mirada.

(VI)
Escuchó la sentencia en silencio,  indiferente. Lo condenaron a perpetua. Cada tanto, con el rostro desencajado, Anselmo recuerda a su madre sangrando por decenas de pequeños orificios.  Imitando la voz y los gestos de un niño, murmura: ¿te gustaron las agujas de tejer que te llevé de regalo, mamita Herminia?. Después se pone tenso con los ojos fijos en un rosario que pende de una lámpara. ¡Vieja nazi!, dice, antes de encender un cigarrillo.