13.10.19

LA PROVIDENCIA


Cuento publicado en Diario Hoy Día Córdoba (2018)

(I)
Eliseo Zapata comía una naranja, a modo de postre, todos los mediodías. Todos los mediodías desde que conoció a una naranja: la contempló durante casi dos horas antes de separarla del gajo. Fue después de mudarse desde Santa Cruz al corazón de un pueblito serrano de Córdoba cuando tenía 25 años.
Había abandonado su pueblo natal por temor, por el profundo temor que comenzó una mañana cuando dejó de sentir el viento sobre su cuerpo. Caminaba desnudo en medio de fríos y fuertes vientos patagónicos para ver si cambiaba la historia, intentando al menos que el viento lo despeinara. El viento no sólo había olvidado su cuerpo, también lo que estaba en contacto con su cuerpo. Antes de emprender la huída su última prueba fue permanecer quince horas a la intemperie con una vela encendida esperando que se apagara.  No puedo soportarlo, mamá, dijo con voz firme.
Todos los mediodías se sentaba bajo la sombra de un tala y comía. Ponía sumo cuidado en que la cáscara no se cortara al pelarla por eso del amor, se lo habían contado, de que si se cortaba estaba atentando contra la continuidad de los amores, de los propios y de los ajenos. Era una de sus supersticiones, a pesar de que nunca había podido gozar de la gracia frágil del amor sin tener que pagar. Nunca había sido amado en el sentido más social del asunto, eso de dormir con una mujer, de hacer planes con una mujer o escuchar palabras en boca de una mujer antes de dormirse. Pagar para Eliseo era otra modo de vivir el amor, no menos intenso y verdadero. Creía en las palabras de oficio que le prodigaban, mansamente creía, sin mucha pesadumbre. Vas a dejar de sentir amor el día que dejes de creer en lo que escuchas, le había dicho su padre.
Las naranjas representaban cierta protección, una especie de medicina con la que había logrado mitigar su temor, ese profundo temor que lo había llevado a migrar más de tres mil kilómetros. Para pelar usaba un cuchillo pequeño que mantenía bien afilado y limpio, de hoja bien brillante. Anduvo casi dos años buscando ese cuchillo, ese instrumento preciso hecho a la medida de su mano.
Después de ese ritual, todos los mediodías abría una carpeta anillada donde hacía anotaciones. Estructuraba en cada página un calendario mensual donde con letra muy pequeña reflejaba sus gastos importantes como compré cafetera $ 400, garabateaba frases para aniversarios o cumpleaños de los familiares que tenía pero que no veía desde entonces, agendaba pendientes como comprar naranjas en todos los viernes por ejemplo. En la otra página de cada hoja escribía lo que requería especial atención en ese mes, como una manera de ir anticipándose a los acontecimientos que de un modo u otro iban a ocurrir: si debían acabarse los veinte kilogramos de alimento para el gato, si debía llevar su auto al taller para hacerle cambio de aceite, esas cosas. Tantos años llevando esa práctica le permitía ir haciendo un ajustado pronóstico de algunos vencimientos: el auto recorría en promedio veinticuatro kilómetros por día, el cambio de aceite lo hacía cada ocho mil kilómetros, casi once meses debían pasar para un nuevo cambio. Así con varios otros rubros.

(II)
Ese mediodía fue y vino por las hojas del anotador. Perturbado. Por las ciento veintitrés hojas fue y vino. Algo no cerraba. Era la garrafa de gas, el tubo para él, tubo de quince kilogramos. Ya debería estar vacío hace por lo menos diez días, dijo. Hizo memoria sobre las últimas semanas, sobre el clima, pensó en cuántas veces había usado el horno, cuántas veces se había bañado, todo. Ya tendría que estar agotado repitió varias veces gesticulando con vehemencia bajo el tala. 
No pudo dormir esa noche. Bajo la luz tenue del velador, fue y vino por las ciento veintitrés hojas hojas de la carpeta. Algo definitivamente estaba mal. Decidió no ir a trabajar. Cocinó todo el día: empanadas, pasteles, carnes varias, budines, pan, todo al horno. Se baño varias veces con agua casi hirviendo a pesar de los treinta grados de temperatura. Dejó las hornallas de la cocina encendidas por más de cuatro horas. Nada. Repitió al otro día con algunos vecinos sin emitir más palabras que la invitación y algunas frases triviales como no te vayas a quemar con el horno. Los vecinos tampoco agregaron mucho, siempre lo habían considerado un hombre bueno pero raro, bien raro. Nada, el tubo seguía proveyendo.
Para la tercer semana la casa ya era un caos, gente que iba y venía con toallones, champú y jabones para los prolongados baños, a bañera llena algunos. Mujeres y hombres con delantales de cocina portando asaderas y budineras repletas.  Cada mediodía los chicos correteaban por el patio donde Eliseo, con una naranja entre las manos bajo el tala, no encontraba explicación alguna.
A los vecinos no les sorprendió que una tarde Eliseo entrara a la casa, a su casa, a pedir que se fueran todos. Pidió amablemente pero con firmeza. Cuando ya no quedó nadie se sentó en el piso frente al horno encendido. Nunca había fumado, pero ese día fumó de una etiqueta olvidada que encontró sobre el extractor de la cocina. Tosió con el primero. Fumaba y pensaba.
Ya entrada la noche tuvo una idea. Fue hasta la casa de Carlos, el hojalatero del pueblo, a unos setenta metros de su casa. Tenía un emprendimiento familiar con una plegadora, una cortadora, un soplete, una fragua y varias herramientas. Con Carlos intercambiaban banalidades cada tanto directamente en la vereda y al menos una vez por año compartían grupo en un campeonato de truco.  Eliseo no quiso entrar, se acodó en el portón de entrada y le dijo de una: Mirá Carlos, conseguite mañana materiales para hacer una derivación y te voy a dar gas, cavá una zanja en la calle para traer la manguera y te doy gas, hasta que se acabe, sólo hasta que se acabe, cuando el gas se acabe ahí termina el trato, no quiero dinero, nada de nada, sólo quiero que el tubo se termine. Retiró los codos del portón y pegó la vuelta.
A las siete de la mañana Carlos golpeó las manos, Eliseo le pegó un grito para que entrara. Para las nueve, ya estaba abierta la válvula del soplete. La larga y sonora llama azul fue un alivio para Eliseo, presenciando la escena sentado sobre un yunque. Carlos puso a toda la familia a trabajar ese día, incluyendo a su suegro que estaba en sillas de ruedas, el viejo colaboraba limando las rebabas de los cortes. Armaron regaderas, cajas de herramientas, canaletas y baldes. Y continuaron durante 6 días hasta que los detuvo la falta de estaño y espacio para acopiar la producción.
Eliseo con la casa nuevamente poblada de vecinos decidió habilitar sin restricciones el uso de la red de gas. Las derivaciones lenta pero exponencialmente se iban anexando sobre la manguera que cruzaba la calle hasta la casa de Carlos y sobre las mangueras que salían de ella. Con ciento veintidós conexiones todas las casas, comercios y construcciones como el destacamento policial, el dispensario, la iglesia y la escuela del pueblo, recibían gas gratuitamente desde el tubo de Eliseo. Las palabras de Eliseo siempre iguales: te doy gas hasta que se acabe, sólo hasta que se acabe, cuando el gas se acabe ahí termina el trato, no quiero dinero, nada de nada, sólo quiero que el tubo se termine.
Durante esas jornadas de revuelo los quinientos setenta y dos habitantes del pueblo, al menos una vez, habían entrado a la casa de Eliseo y sólo uno había planteado reparos: el vendedor de garrafas. Con todo el pueblo en contra en un par de horas entendió que provisoriamente ese negocio ya no era rentable pero que podía pensar en otro que tuviera al gas como primordial materia prima. 
Con el correr de los días y el tubo proveyendo incesantemente, Eliseo comenzó a sentir nuevamente aquel temor, el del sur, el que había olvidado porque ya se había acostumbrado a no sentir el viento.
(III)
Elizabeth era la única prostituta del pueblo. No era cualquier prostituta: cuando entablaba un mínimo diálogo con alguna mujer, aunque sólo fuera una breve charla en un asiento de tren, le preguntaba su nombre, si estaba casada o juntada y con quién si correspondía, memorizaba todo y luego anotaba los nombres en una libreta. Tenía una regla que jamás había violado: no se acostaba con los hombres que estaban casados o en pareja con las mujeres que agendaba. Era rigurosa, por eso se había ganado la confianza y el respeto de todas las mujeres del pueblo. Ese mecanismo meticuloso de Elizabeth para cumplir con rutinas y documentarlas la emparentaba con Eliseo. Ambos compartían una profunda lealtad con sus modos de hacer las cosas.
Cierta vez un recién llegado cura párroco, enterado de la vida pecaminosa de Elizabeth, intentó evitar su participación en la misa de domingo. No pudo lograrlo, en un par de horas la idea corrió por el pueblo y en un par de horas más todas las mujeres hicieron sentir su protesta. Olga, algo así como la referente natural de las acciones religiosas, sin titubear enfrentó al cura: no se lo vamos a permitir, hasta mi hijo fue a visitarla cuando cumplió los dieciocho. Ese domingo, Elizabeth fue la primera en entrar a la iglesia y después de que estuviera sentada ingresó todo el resto en un profundo silencio.
Mientras la casa de Eliseo seguía convocando gente que cocinaba, se bañaba o realizaba mejoras en las conexiones hasta altas horas de la noche y desde las primeras de la mañana, a medida que iban pasando los días, los encuentros con Elizabeth se fueron haciendo cada vez más frecuentes y con esa frecuencia iba mutando el comportamiento entre ellos. Elizabeth ya no se retiraba tan rápidamente a higienizarse, permanecía junto a Eliseo tumbada boca arriba, viendo cómo el humo de su cigarrillo se esparcía por la habitación. Cada tanto volteaba para mirarlo como si realmente él estuviera allí, como si realmente le interesara su presencia. Cada tanto llegaba a comprenderlo y con una voz suave le decía: Eliseo, no te preocupes, ya se va a terminar, en algún momento ese tubo se va a terminar y todo va a ser como antes. Se fue interesando por cosas triviales como preguntarle si siempre había fumado. Eliseo la miró y llevó una de sus manos al rostro de Elizabeth como reforzando la atención por lo que iba a decir: comencé a fumar con esto del gas y dejaré de fumar el mismo día en que el tubo se acabe, ya vas a ver.
(IV)
Pasaron algunos meses. El pueblo era un hervidero, inundado de turistas, especialistas de todo tipo, promensantes y funcionarios. Esa mañana, atravesada por la preocupación, Elizabeth despertó a Eliseo y le dijo: parece que hay gente armada en el pueblo, gente mafiosa, peligrosa me dijeron. Eliseo quedó en silencio. Después de beber el último sorbo de café respondió con un dejo de tristeza: el tubo no se va a acabar, ahora lo se, me voy al sur.  Está bien, murmuró Elisabeth, es mejor que te vayas me parece.
(VI)
El colectivo se detuvo en medio de la nada. Cuando la puerta se abrió Eliseo comprendió que todo estaba exactamente igual: el sinuoso camino de ripio, la vegetación baja a los costados, a doscientos metros una pequeña arboleda rodeando la casa, el horno de pan, la silla junto a la puerta, su madre, dos perros que insinuaban reconocerlo aunque no eran los de entonces.
Caminaba sin prisa cargando dos bolsas de malla roja llenas de naranjas. Se detuvo para encender un cigarrillo. Si no entrás a la casa no vas a poder encenderlo dijo Elisabeth, mientras el incesante viento patagónico batía el pelo de Eliseo.