3.3.07

Háblame al oído, quieres?


Siempre recuerdo una maravillosa explicación de un profesor de la secundaria: estamos atravesados por infinitos mensajes, basta encender una radio para comprobarlo, decía. Unos años más tarde nos acompañó en nuestro viaje de egresados, éramos 20 menudos adolescentes criados a imagen y semejanza de una escuela industrial. Nos paseaba por las calles tomados todos de una soga, como se hacía en los jardines de infantes cuando se salía de paseo. Muévanse niñitos nos decía, y caminábamos unidos por la promesa de esa mujer que nos miraba desde el altiplano de sus suecos.
Hoy, tenemos una sobredosis de mensajes que capturamos en pequeñas pantallas, y hay en ellos una ley y una trampa: la espera de una respuesta. Hamlet se pasó la vida esperando el momento de vengar a su padre, de glorificar la sombra de su padre que se paseaba por el castillo herido de honor, pero esperó demasiado el momento, pudo vengarlo en el preciso momento en que la muerte también arrasaba con él.
La espera. Un mensaje que enviamos a veces nos pone en una innecesaria y penosa espera. No hablo de todos los mensajes, sino de esos mensajes, ya sabemos. Y la respuesta se demora, poco o mucho, pero se demora lo suficiente para que sólo podamos tener los ojos fijos en esa pequeña pantalla. Antes, esperar una respuesta significaba días y hasta meses, ahora sabemos que la respuesta puede ser casi instantánea. Peor. Además, múltiples significados se agrupan en los mensajes acotados, como bandadas de cuervos frente a un animal moribundo pero aún con vida. Vivo, esperando.
Enviar un mensaje significa, hoy, ponerse en espera, ligarse al otro de una manera enferma y precaria, como el molino aguarda que el viento sople para poder moverse.
¿ Y tus labios? ¿ Dónde los he olvidado?

De Rantifusos: Fotos de Silvina Salinas y Textos de Sergio Mansur (Silvina: esta foto es maravillosa!)