La ató a la cama, totalmente desnuda. El torso estaba en el centro. Los brazos y piernas, trazaban dos diagonales. Su cuerpo era imposible de describir. Poseía una belleza inusual. La piel sólo cambiaba de color cerca de los pezones. Se quedó observándola, hasta que su respiración se normalizó. Corrió suavemente la cortina dejando entrar muy poca luz.
Siempre se había preguntado por qué no podían tener hijos si los necesitaba tanto. Laura no quería hablar del tema, como si no le importara, como si lo que él sintiera no tuviera importancia. Pero había llegado el momento. Lo había planeado durante mucho tiempo. Él tendría hijos, los más soberanos hijos que pueda tener un hombre, los más amables hijos que jamás hayan pisado tierra alguna.
Extendió la colección de monedas, ordenadas cronológicamente. Ella, que siempre se había entregado dócil a sus juegos, sintió un estremecimiento que agitó su respiración, hizo crecer los pezones y contrajo su vagina. Luciano le tapó los ojos con dos grandes monedas y comenzó a distribuir el resto sobre todo el cuerpo.
El metal frío sobre los pechos, el abdomen y la pelvis, la hizo gemir. Con los ojos fijos en ese cuerpo resplandeciente y escamado por las monedas, supo que estaban frente a él las dos grandes pasiones de su vida, y con ellas, engendraría la descendencia.
Tomó una moneda pequeña, la sumergió en el pote de miel que estaba junto a los restos del desayuno, y la adhirió al extremo del pene. Se arrodilló entre las blancas piernas, suavemente con las dos manos abrió el húmedo sexo hasta ver la profundidad de la vagina y la penetró. Desesperado, como poseído por un odio sin límites e inhumano, como si fuera una espada que un antiguo y ciego guerrero blandiera, fue y vino y fue, hasta que a ella le sangraron los tobillos por el roce de las cuerdas. Cuando los cuerpos se separaron, ambos estaban tatuados por rostros de próceres y números.
Después sobrevino la locura. De a una, fue introduciendo numerosas monedas en su vagina, hundiéndolas con la lengua, los dedos y el pene. Los gritos no podían ser escuchados, ni siquiera por él. Cuando estuvo convencido de que la había fecundado, salió de la habitación y se dispuso a esperar el deseado momento de la paternidad.
Pasaba las horas consultando sobre cómo cuidar a los niños y sobre cómo ser un buen coleccionista de monedas. De a ratos, ingresaba a la habitación para verla.
Al día siguiente ya no se quejaba y el vientre había crecido. Sin lugar a dudas seré padre, se dijo, y fue a hacer las compras. Almorzó y durmió una larga siesta.
Al atardecer, ella apenas pudo dirigir los ojos hacia la puerta cuando sintió los pasos. Era un último gesto clamando piedad. Pero volvió a retirarse como presintiendo que sus hijos, los ansiados hijos, no tardarían en nacer, y que él, como todo padre en esos momentos, poco tenía para hacer. Esperar, sólo esperar.
No supo si el fuerte viento azotando las persianas o el olor nauseabundo que venía del dormitorio, lo despertó cuando el día ya había despuntado. Corrió llevándose la mano a la cara, como diciendo ¨no debería haberme dormido, justo ahora¨, y después se tapó la nariz. La escena era patética. Con el cuerpo casi en posición fetal y de costado, ella tenía una expresión que era una equilibrada composición de dolor y alivio. Los ojos totalmente abiertos y un oscuro líquido drenaba lentamente por la boca y las fosas nasales. Aún estaba tibia, embadurnada con materia fecal, semen y orina. Quedó mirándola, como si no entendiera, como si presenciara un espectáculo donde no había participado, hasta que pudo ver una moneda de oro que asomaba entre los dedos del puño cerrado. Y no pudo contener el llanto.
Abrazó el cuerpo de Laura, agradeciendo a Dios la posibilidad que le estaba brindando de ser padre y comenzó a juntar cada una de las monedas como un hambriento frente a los restos de un banquete.
Cuando notó que algunas faltaban lo atravesó la desesperación. Comenzó comenzó a hurgar dentro de la vagina hasta que logró reunirlas a todas. Llenó la bañera con agua tibia y las limpió, de a una, con una ternura que se creía perdida. Las beso de a una, y a través de la ventana, elevó los ojos al cielo.
Hechos a imagen y semejanza, sintió que sus hijos eran Dios y volvió a llorar. Sintió que el mundo entero les rendiría tributo y obediencia. Sintió que su descendencia sería la bien amada por el resto de los siglos. Envueltas en una gran toalla blanca, las llevó junto a su madre. Sonriendo, Luciano las puso frente a los ojos de Laura, fijos, abiertos, que ya miraban más allá de la sangre.