Para los que hemos crecido bajo el viento del chaco santafesino, en esas tierras donde los insectos y las alimañas son capaces de cambiar el paisaje en un par de horas (suficiente como para despertar de una siesta y no saber dónde estamos), de niño pensar en la nieve era atravesar eternidades y trepar montañas desconocidas, era mirar postales donde un cabrón papá noel se acercaba en trineo . El tiempo, por fortuna, me llevó a conocerla un enero en la parte más sureña de la cordillera, pero estaba retirándose; nos sirvió para achinar los ojos mirando lejos. Estuvo bueno, escalamos el Tronador, pero algo faltó a la cita: no pude verla caer.
Revanchas si las hay: en julio, en Traslasierras por un par de horas se hizo presente, poca pero estuvo revoloteando como si presenciáramos una corriente migratoria de mariposas. La nieve. Me llenó de alegría y de tristeza (no voy a aclarar ni mierda tamaña contradicción), pero por sobre todas las cosas tuve por primera vez conciencia de las tres dimensiones, tuve conciencia de la profundidad. Dos horas caminando con ese algo que se anteponía a los objetos me produjo un estado muy especial. Algo liviano y frágil, trazaba curvas arbitrarias en el aire, le daba volumen al espacio. Conocí la distancia, en síntesis. Después, para no ser menos, hice el muñequito pertinente y taché de mi agenda una deuda pendiente. Dos en realidad, porque por un momento sentí que podía apretar las distancias hasta hacerlas pequeñas.