No son pocas las noches en las que, en la más perfecta oscuridad, abro los ojos y veo. No sé qué cosas veo, pero las veo. Las veo tan brutalmente nítidas que no hay lugar para dudas. Están ahí, una a una, danzando una danza extraña que bien podría decirse que es un ritual. Entonces me incorporo y camino hasta el ventanal que da a la plaza. Y miro la calle desierta.
Me dispongo a decir que algún dios ha desvariado en mi. Pero no, se trata de un ritual de no sé qué encuentros y bendiciones. Un ritual exageradamente humano. Soy la piedra y el caballo, la sombra y el espejo, la espada y el olvido, la palabra que se diluye en la carne trémula. Y espero, abriéndome paso como un náufrago que ya no teme. Permanezco allí un buen tiempo, hasta que el sueño me retrae nuevamente a una cama pequeña.
Cuando despierto definitivamente en la mañana, considero algunos restos y los extiendo en el desayuno. La vida es una provocación que se deja vivir dócilmente sólo por instantes. Me limito entonces a esas inocentes fábulas como encender una hoguera con mis hijos, insistir en que debe crecer un jazmín allí donde no crece, quitarte la ropa y sellar las distancias enredando mi mano en tu pelo, nombrar y escuchar una y otra vez los siempre iguales relatos entre amigos, o escribir algo diciendo por ejemplo: no son pocas las noches, en las que abro los ojos y veo.